jueves, 12 de octubre de 2023

De alumnos y clientes

Hay una frase de la canción Corduroy de Pearl Jam que dice “no puedo comprar lo que quiero porque es gratis”. Cosas tan importantes como la amistad, el amor, la lealtad, el respeto no puede comprarlas el dinero, aunque sea capaz de producir sucedáneos e imitaciones a veces difíciles de diferenciar de lo real. Llevándolo a la cuestión de la actividad física y deportiva, mucho de lo que aprendimos cuando éramos pequeños lo adquirimos de forma totalmente gratuita: andar, correr, jugar a un número increíble de juegos y deportes. Incluso cuando somos más mayores, sigue habiendo actividades lúdicas y deportivas como los llamados deportes alternativos que siguen transmitiéndose de modo informal pero muy eficiente; alguien llega al lugar de práctica donde el grupo enseña/aprende del grupo. Incluso habrá aun tradiciones familiares o locales vinculadas a prácticas lúdico-deportivas (juegos populares,artes marciales) que seguirán pasándose generacionalmente fuera de los circuitos monetarios. No obstante, no cabe duda que cada vez son menos las actividades físicas que escapan a la profesionalización y mercantilización. Hoy en día muchas de esas actividades (surf,skate,escalada,parkour) se ofrecen como clases regulares pagadas; ahora se pueden ver hasta clases para enseñar a montar en bici para niños y niñas, algo que parecería marciano en mi infancia.
En esa transición a la profesionalización de la enseñanza de la práctica deportiva que implica que instructores-entrenadoras-maestrxs den clases a cambio de dinero hay algo que cambia sustancialmente. No me refiero solo a la parte técnica (se produce una mayor pérdida del estilo personal de cada aprendiz porque en las clases regladas se tiende a la estandarización), sino a la parte de relación social entre el/la que enseña y los/las que aprenden. Fuera del circuito profesional de intercambio monetario, ya sea mediante una transmisión cultural más tradicional de maestrx a alumnx o una transmisión más informal entre grupos de iguales, la “moneda de cambio” tiene que ver con el respeto, la implicación, el valor que se le da a lo que se te está enseñando. No obstante, cuando el intercambio se centra en el pago de una cantidad por un servicio -en este caso la enseñanza de una habilidad- parece que todo lo demás está de más. Vamos, que si pagas puedes simplemente ir cuando quieras o te apetezca o te venga bien; que si quieres, no te implicas en las clases o puedes exigir al que te enseña que haga más entretenidas y motivantes las clases y que si en algún momento, cuando te de la gana, te quieres ir, no tienes ninguna responsabilidad con el/la que te ha estado enseñando hasta la fecha.
Es verdad que la profesionalización de la enseñanza favorece que una persona (el/la que enseña) pueda dedicar todo su tiempo a su profesión y esté en ese sentido mejor preparado/a para su cometido. El problema principal viene de lo que ocurre en la transición al pasar de alumnxs a clientes. Cada vez que doy clases a alguien que veo que no valora lo que para mí es algo muy importante se me rompe el corazón y el alma. Ni un solo céntimo de lo que me pague será capaz de reparar o curar la herida que me produce su actitud. Creo que el verdadero dilema al que se tiene que enfrentar alguien que quiera empezar a dar clases sobre algo que le guste es el siguiente: ¿Cuánto desprecio hacia lo que enseñas estás dispuesto a aceptar a cambio de dinero? Quizá la respuesta vaya cambiando y evolucionando a medida que vayas convirtiéndote en profesional de lo tuyo, pero la pregunta no va a desaparecer por mucho que te empeñes o la entierres bajo una actitud cínica ante la vida. Valorar lo que haces no es siempre buscar el precio justo de lo que enseñas sino determinar hasta cuanto aguantas y cuando dices basta, por mucho que eso implique en muchos casos perder dinero.

lunes, 2 de octubre de 2023

Juego, evolución y sociedad

Desde hace ya unos años abundan los mensajes que tratan de explicar desde teorías evolutivas reduccionistas los problemas de salud de toda índole que nuestros modernos estilos de vida (urbanos) generan. Desde las dietas y entrenamientos paleo a las asunciones que hace la psicología evolutiva sobre las características psico-fisiológicas de los cazadores recolectores se nos recomienda como panacea una vuelta a lo natural, como si ese concepto no estuviera ya plagado de asunciones de sentido común de las sociedades en las que se plantean. Curiosamente, estos discursos aparecen a la vez que una ola conservadora en lo político y económico que combina lo identitario (la tribu) con la libertad (individual), fusión definitiva en lo neoliberal que utiliza un discurso darwiniano estrecho para culpabilizar a las víctimas de sus propios males. Ese tipo de mensajes vinculados a la evolución mediante una visión restringida han llegado también al ámbito del juego. Parece ser que el juego ha permanecido a lo largo de la evolución como mecanismo básico de supervivencia. A medida que la especie era más compleja, mayor presencia de lo lúdico en el desarrollo de sus individuos. Una posible explicación sería que permitía a los individuos ser más adaptivos a la hora de buscar soluciones a los problemas que podían encontrar y eso les daría ventajas competitivas en la lucha por la vida y la reproducción. Sin embargo, esta visión (que en parte defiendo) implica la perspectiva reduccionista de la que hablábamos al principio y que se estaría centrando solo en uno de los polos fundamentales de los que hablaba Darwin en su teoría. Darwin no hablaba de la supervivencia de los individuos sino de la especie y consideraba no solo la competición sino la cooperación como mecanismos básicos que guiaban la evolución (algo que aparece remarcado en la obra clásica de Kropotkin “El Apoyo Mutuo”). Si es cierto que una gran ventaja competitiva de los seres humanos era su capacidad racional (de ahí du denominación como homo sapiens) no es menos cierto que también lo fue su capacidad esencial de ser social. Coordinarse y cooperar con otros, con el grupo, de manera racional permitió a seres físicamente débiles en comparación con otros animales en el entorno natural ser superiores gracias a estrategias de comunicación muy eficaces para la caza, la vigilancia, el cuidado y la crianza colectiva.
Desde este punto de vista, el juego permitiría a los individuos de una especie (por ejemplo, la humana) no solo ser más adaptativos desde un punto de vista individual de resolución de problemas sino aprender a coexistir y a hacer cosas con otros individuos de la especie. No me refiero solo al conocimiento frío de reglas sociales sino a la sensibilización empática respecto a la emotividad del otro/a, que está antes que las reglas y que es la base de lo social. El juego permite el desarrollo de una flexibilidad cognitiva y afectiva para entender diferencias sutiles en la interacción humana y negociar o resolver situaciones que podrían desencadenar conflictos dañinos para el propio grupo. El humor está muy ligado a nuestra capacidad de juego y quizá es la manifestación lúdica más evidente de los adultos a la vez que un portentoso disolvente de potenciales conflictos. Es por todo eso que el juego debe considerarse como algo muy relevante para nuestra propia existencia en común con otras personas y potenciarse como herramienta fundamental para el desarrollo de la infancia si queremos sociedades más sanas. Pero para ello debe permitirse realmente un juego autónomo entre iguales (niños y niñas), quizá supervisado, pero no dirigido por adultos. No me canso de repetir siempre el mismo mensaje: el juego libre en el parque no es una pérdida de tiempo, sino una valiosa oportunidad de desarrollo individual y colectivo. Disminuir cada vez más el tiempo de juego autorregulado de niños y niñas sí es verdaderamente ir contra la evolución de nuestra especie en la tierra.