martes, 27 de agosto de 2013

La última barrera del machismo deportivo

En este pasado Campeonato Mundial de Natación celebrado en Barcelona, hemos visto brillar a algunos de nuestros representantes. Más bien, debería reconocer que hemos visto brillar a algunas de ellas: los logros de las chicas de waterpolo, las de sincronizada o los de Mireia Belmonte hacen palidecer a los conseguidos por la expedición masculina. Sin embargo, hay algo que no deberíamos pasar de largo y que nos puede decir mucho sobre la matriz ideológica de ese machismo deportivo constituido alrededor de la masculinidad hegemónica: no hay natación sincronizada para chicos. No la hay y nadie parece echarla en falta además.
En la década de los 70 del siglo pasado, Sheard y Dunning recordaban que el rugby en Inglaterra constituía  un coto reservado para la celebración de la masculinidad, de una serie de valores masculinos que en otros ámbitos (por ejemplo el laboral) se veían amenazados por la presencia cada vez más relevante de la mujer. Los valores que se suponen representados en el deporte: fuerza, potencia, agresividad, pertenecen a una masculinidad hegemónica y se contraponen a lo que desde esa propia posición hegemónica se define como feminidad deportiva: flexibilidad, estética, gracia. Los primeros, los de la masculinidad hegemónica, definían y definen aún lo que es el verdadero deporte, siendo considerados los segundos (los asociados a la feminidad) como algo de segunda clase, devaluado. Esa lógica binaria de oposición entre lo masculino y lo femenino constituye el sentido común en el cual se sigue afianzando el machismo deportivo.
Si el caso del rugby apuntalaba la lógica binaria de géneros desde el extremo de lo masculino, la cuestión de la natación sincronizada la apuntala desde la supuesta definición tradicional de feminidad. Y aquí viene el meollo de la cuestión: el machismo deportivo, el sentido común basado en esa lógica binaria se refiere a una relación entre sujetos, a saber, entre hombres y mujeres. Es absurdo pensar que los hombres no pueden ser feministas o que no hay mujeres machistas o que no hay hombres o mujeres que no se encuentran cómodos en ese corsé conceptual binario, siendo negados e invisibilizados de manera continua. La relación machista entre géneros se basa en un sentido común sobre las categorías y eso se puede reforzar (o atacar) desde cualquier punto del espectro. Que no aparezca esa modalidad como caso posible en el horizonte nos habla precisamente de ese sentido común impensado y de esas barreras últimas del machismo deportivo. El caso de Rubén Orihuela en gimnasia rítmica masculina es algo análogo: si bien se ha creado desde la Federación Española unos campeonatos masculinos, la Federación Internacional no quiere siquiera oír hablar del tema.
El machismo deportivo ha cedido terreno. Se ha roto la equivalencia que Jennifer Hargreaves denunciaba sobre ‘deporte es igual a deporte masculino’. Sin embargo, aún quedan zonas vetadas, zonas amenazantes para la propia definición de masculinidad hegemónica. Los casos de la gimnasia rítmica y la natación sincronizada hablan de masculinidades afeminadas, de asociar lo masculino con la estética, la flexibilidad, el ritmo y la gracia, lo que tradicionalmente solo se ha asociado al hombre mediante la homosexualidad masculina y que no se asocia en ningún caso al prototipo de masculinidad hegemónica deportiva.
Cuando se da por zanjada la cuestión sobre la participación del hombre en esas disciplinas, argumentando que es absurdo por una cuestión de estructura, de flexibilidad, de falta de coordinación, me recuerda mucho a los debates que a lo largo de todo el s.XX se dieron sobre la imposibilidad o inadecuación de las mujeres de practicar fútbol, atletismo, rugby, halterofilia, boxeo y un largo etc. El discurso fisiológico/médico, el que contaba con más pedigrí científico y que por tanto podía zanjar la cuestión objetivamente, es el mismo que se quiere esgrimir ahora para seguir manteniendo uno de los últimos bastiones atacados del machismo deportivo.

Usain Bolt: el gag, el hambre

En los pasados Juegos Olímpicos de Londres 2012 asistimos a uno de nuestros más potentes gags deportivos de racismo bienintencionado: la final de los 100m, ganada  ̶ como no ̶  por Usain Bolt, encarna a la perfección la condición antropológica del Occidente actual que Santiago Alba Rico identifica con un ilimitado y generalizado  estado de hambre voraz (“mucho es ya insuficiente”) y cuya relación  neocolonial con el otro globalizado se viste de integración y multiculturalidad jovial.
            Como nos indica Alba Rico a lo largo de varias de sus obras (La ciudad intangible;Capitalismo y Nihilismo;El naufragio del hombre, por citar algunas de ellas), el capitalismo, actuando como una especie de Cronos desbocado, ha acabado por generar la más primitiva de las sociedades. Una sociedad gobernada por el hambre; el hambre de los que no tienen para comer (lo infrahumano) y los que no pueden parar de comer/consumir (lo sobrehumano) todo lo que a su alrededor se ha convertido en mercancía. Un sociedad en la que todo se convierte en imágenes que pasan, en noticias/novedad que hay que devorar para seguir comiendo a continuación. El tiempo actual no es el del relato (no hay tiempo para eso); el tiempo actual es el del gag, el acontecimiento ̶ asociado a menudo a lo cómico, si bien no necesariamente ̶ , formateado y preparado para un consumo rápido (para comer, no para mirar); enlatado para su visionado de forma repetitiva y bulímica por parte del espectador.
            Quizá no haya otra fórmula más sólida que la de Citius, Altius, Fortius (más rápido, más alto, más fuerte) para capturar el espíritu de ese capitalismo que repetidamente ha parasitado al proyecto ilustrado y que ha acabado por vaciarlo y dejarlo en mera carcasa ideológica. Lo ha hecho desarrollando exponencialmente y de forma excesiva ̶ podríamos decir cancerígena ̶ uno de los factores de la ecuación, a saber, citius: más rápido, tan rápido que amenaza con destruir la solidez de las cosas, de los hombres, de todo lo que constituye este mundo.
            La carrera de velocidad pura, la de los 100m, se considera la prueba reina del atletismo (y de los propios JJOO). Es la más excitante, la que, en menos de 10s decide quién será el hombre más rápido de la tierra. Decide además si la humanidad ha podido avanzar un poco más, arañando al propio crono(s) unas décimas, destruyendo un poco más los límites que nos sujetan a nuestra condición humana. Según la mitología griega Cronos (el Tiempo) devoraba todo lo que era engendrado por Rea, no permitiendo la aparición y desarrollo de las cosas, del mundo. Esa es la potente metáfora con la que Alba Rico identifica al capitalismo actual, el cual impide la solidificación de las cosas, convertidas en ya obsoletas/ya consumidas mercancías nada más ser concebidas. Usain Bolt es la gran esperanza de la Humanidad para derrotar al propio Crono(s). Sin embargo, más que el nuevo paladín de la Humanidad  en su marcha hacia el Progreso  ̶ algo así como un Neil Amstrong de la velocidad ̶  es más bien el mensajero del Cronos acelerado de nuestra condición humana. Bolt no detiene el devenir incesante del Tiempo sino que lo acelera aún más, haciendo desaparecer los límites del cuerpo humano que se acerca a lo más fluido, a la energía, a la velocidad de la luz. 
            El cómico Bolt no deja de encandilar a la cámara desde la preparación en la pista de calentamiento, con sus muecas, su estilo desenfadado y juego cómplice con el espectador. Él es el actor principal de un guión que le da como ganador y que él se empeña en ostentar hasta el final, hasta que gana (dándose palmadas en el pecho o besándose el dedo al cruzar la línea de meta como quitando mérito a la proeza) y acaba su show particular con una de sus poses (la más famosa, la del arquero, emulando una estatua clásica). Mientras tanto, las personas en el estadio y en sus casas miran/consumen la carrera sin pestañear, esperan el resultado final, deseando que nuestro héroe lo haya vuelto a hacer; que haya vuelto a batir el récord, que la Humanidad haya vuelto a avanzar un pasito más en esa carrera hacia los no límites.
            Humanidad, ¿qué Humanidad? Aquello a lo que el barón Pierre de Coubertin y sus compañeros llamaban Humanidad, representada en toda su majestuosidad en la pista olímpica, no era en verdad más que un versión muy parcial del término: hombre blanco occidental, de clase alta; un amateur que desdeñaba el profesionalismo por recordar demasiado a una clase obrera que tuviera que trabajar como deportista para ganarse el pan. Las cosas parecen haber cambiado en algo más de un siglo pero hay ciertas dinámicas que se mantienen.  La parrilla de salida de los 100m  plagada de atletas de origen africano representa la expresión más patente y más potente de lo que podríamos llamar nuestro racismo bienintencionado: los atletas llamados “de color”  pueden ser buenos ahí, representar a la Humanidad, a cambio de que no lo sean en otros ámbitos (a excepción también quizá de algo como la música o el espectáculo, alejados de los focos reales de decisión y poder). Esta muestra velada de diferencia jerárquica en la relación entre occidente y el resto, de los que miran y los que divierten y son mirados, encarna los antiguos mitos coloniales que no desaparecieron en el neocolonialismo: el africano es lo corporal, el músculo, la animalidad, la sensualidad, el ritmo; el deporte y la música son su modo natural de expresión.

            Como decía un comentarista deportivo, Usain Bolt en cada carrera regala un plus al espectador. Nos regala el mayor de los gags deportivos de racismo bienintencionado; el más rápido, el más divertido, el más transparente e incuestionable. En definitiva, el que siempre nos deja con hambre de más, que es de lo que va este juego.

¿Y si Usain Bolt, Michael Jordan y Muhammad Ali fuesen blancos?

La pregunta no es retórica ni intenta hablar de un mundo imaginario en el que esos tres grandes atletas cambiaran el color de su piel. La pregunta es bastante real y nos puede decir mucho sobre cuestiones referidas a la relación entre naturaleza y medio ambiente que muchas veces se plantean como falsas oposiciones dicotómicas pero obvian precisamente las cuestiones importantes que se esconden tras ese debate.

Desde el punto de vista del mantenimiento de los mitos raciales no hay una imagen más potente que la línea de salida de una final de JJOO en los 100m lisos. ¡Todos son negros!¡No hay ninguno blanco! Y entonces mis alumnos(o mis compañeros profesores de universidad) me preguntan: ¿pero cómo no va a influir la raza en el deporte? Está claro, mira esto. Y yo me desespero porque después de esta imagen viene toda una serie de estereotipos raciales (los blancos no pueden correr o saltar con potencia, ¡mira la NBA!; los negros no pueden nadar bien por la estructura ósea que les hace flotar menos etc…¡mira Moussambani en los JJOO!).

El mecanismo de los estereotipos es el siguiente: primero, una imagen incontestable (la salida en los 100m); segundo, generación de estudios y resultados que justifiquen ese estereotipo. Algo así está ocurriendo en la actualidad. La avalancha de estudios genómicos en deporte prometen descubrir desde la niñez  aquellos potencialmente aptos para determinadas pruebas. Últimamente, la palma se la lleva el gen ACTN-3 (que afecta a la estructura de las fibras musculares) al que se le supone gran responsabilidad a la hora de determinar la velocidad de carrera o la potencia de salto. El sentido común parece indicar que la raza negra está dotada mágicamente con este gen, algo que sería fundamental a la hora de explicar por ejemplo la mítica imagen de los 100m lisos. La teoría parece cuadrar perfectamente con los resultados (evidentes) que vemos en cada una de las grandes citas atléticas. Sin embargo, esta aparente práctica de ciencia objetiva y aséptica obvia verdaderamente lo que queda impensado, no discutido, a saber, la construcción histórica-política del propio concepto de raza.

Siento decir que la mayoría de los científicos naturales son malos científicos sociales y las categorías que se toman como datos de la realidad (en este caso, la raza) son construcciones sociales que implican siempre una serie de relaciones de poder muy concretas. En el caso de la raza, es imposible separarla de la historia de colonialismo europeo respecto a otras naciones. El paradigma de lo humano es el hombre blanco europeo, que se separa de todo lo demás. Es un nosotros que se define como no-otros. En el caso deportivo, el discurso de oposición se traduce entre lo blanco y lo negro. Desde principios de s.XX, cuando los llamados atletas de color en EEUU empiezan a despuntar en lo deportivo (a pesar de la restrictiva ‘barrera de color’) hay una serie de reacciones que tratan de dar cuenta de tal fenómeno. Normalmente la dicotomía blanco y negro se vinculaba a otras respectivas como espíritu/animalidad, mente/cuerpo, voluntad/brutalidad etc. que al final se resumían en que los atletas negros debían considerarse tramposos por las ventajas biológicas que en el plano atlético presentaban. Este argumento se ha refinado algo más, llegando al tan sofisticado y reverenciado programa de investigación genética. Sin embargo, los datos que salen  de estos estudios siguen cayendo en el mismo viejo error: no pensar realmente si las categorías utilizadas en los estudios son pertinentes. Y si no podemos definir bien las categorías en las cuales basamos nuestros estudios, ¿cómo podemos sacar resultados concluyentes a partir de los mismos?

Creo que la categoría de raza simplemente es una categoría de sentido común que no puede tener consideración científica. ¿En qué nivel de pigmentación empieza la raza negra y termina la raza blanca?¿Por qué cuando vemos a alguien que consideramos ‘mulato’ tiende a verse como perteneciente a la raza negra? Los relatos mitológicos sobre la pureza de razas vinieron a toca techo de supuesta explicación científica en la teoría de E. Bancroft (curiosamente un autor afroamericano) sobre el “asimilacionismo muscular”: los atletas afroamericanos son tan buenos debido a un proceso de selección natural que se produjo durante el período de esclavitud. Sin embargo, contra esta afirmación cabe citar la práctica común de los terratenientes de tener hijos con sus esclavas para poder seguir produciendo de forma directa su mano de obra esclava. Es decir, el mestizaje fue una condición bastante extendida en todas esas comunidades y no deberíamos restringirlo solo al territorio estadounidense sino a todos y cada uno de los territorios coloniales. Sin embargo –y aquí reside el meollo de toda la cuestión- aquellos mestizos nunca fueron considerados como blancos, en una vinculación a la pureza de sangre que se ha dado en todas y cada una de las situaciones de explotación racial/étnica a lo largo de la historia (pensemos en la pureza de sangre frente a los judíos en España).

Simplemente, las categorías raciales atienden al punto desde el cual se definen. No es difícil imaginar que si el poder hegemónico estuviera de parte de las poblaciones colonizadas (negros), todos y cada uno de los llamados mulatos ¡serían en este caso blancos! Es decir, no hace falta cambiar un ápice genético de los actuales Usain Bolt, Michael Jordan o Muhhamad Alí para que puedan considerarse negros o blancos dependiendo del punto de vista hegemónico que los define.