En este pasado Campeonato Mundial de Natación celebrado en
Barcelona, hemos visto brillar a algunos de nuestros representantes. Más bien, debería
reconocer que hemos visto brillar a algunas de ellas: los logros de las chicas
de waterpolo, las de sincronizada o los de Mireia Belmonte hacen palidecer a
los conseguidos por la expedición masculina. Sin embargo, hay algo que no
deberíamos pasar de largo y que nos puede decir mucho sobre la matriz
ideológica de ese machismo deportivo constituido alrededor de la masculinidad
hegemónica: no hay natación sincronizada para chicos. No la hay y nadie parece
echarla en falta además.
En la
década de los 70 del siglo pasado, Sheard y Dunning recordaban que el rugby en
Inglaterra constituía un coto reservado
para la celebración de la masculinidad, de una serie de valores masculinos que
en otros ámbitos (por ejemplo el laboral) se veían amenazados por la presencia
cada vez más relevante de la mujer. Los valores que se suponen representados en
el deporte: fuerza, potencia, agresividad, pertenecen a una masculinidad
hegemónica y se contraponen a lo que desde esa propia posición hegemónica se
define como feminidad deportiva: flexibilidad, estética, gracia. Los primeros,
los de la masculinidad hegemónica, definían y definen aún lo que es el
verdadero deporte, siendo considerados los segundos (los asociados a la
feminidad) como algo de segunda clase, devaluado. Esa lógica binaria de
oposición entre lo masculino y lo femenino constituye el sentido común en el
cual se sigue afianzando el machismo deportivo.
Si el caso del rugby apuntalaba la lógica binaria de géneros
desde el extremo de lo masculino, la cuestión de la natación sincronizada la
apuntala desde la supuesta definición tradicional de feminidad. Y aquí viene el
meollo de la cuestión: el machismo deportivo, el sentido común basado en esa
lógica binaria se refiere a una relación entre sujetos, a saber, entre hombres
y mujeres. Es absurdo pensar que los hombres no pueden ser feministas o que no
hay mujeres machistas o que no hay hombres o mujeres que no se encuentran
cómodos en ese corsé conceptual binario, siendo negados e invisibilizados de
manera continua. La relación machista entre géneros se basa en un sentido común
sobre las categorías y eso se puede reforzar (o atacar) desde cualquier punto
del espectro. Que no aparezca esa modalidad como caso posible en el horizonte
nos habla precisamente de ese sentido común impensado y de esas barreras
últimas del machismo deportivo. El caso de Rubén Orihuela en gimnasia rítmica
masculina es algo análogo: si bien se ha creado desde la Federación Española
unos campeonatos masculinos, la Federación Internacional no quiere siquiera oír
hablar del tema.
El machismo deportivo ha cedido terreno. Se ha roto la
equivalencia que Jennifer Hargreaves denunciaba sobre ‘deporte es igual a
deporte masculino’. Sin embargo, aún quedan zonas vetadas, zonas amenazantes
para la propia definición de masculinidad hegemónica. Los casos de la gimnasia rítmica y la natación sincronizada hablan de masculinidades afeminadas, de asociar lo masculino con la estética,
la flexibilidad, el ritmo y la gracia, lo que tradicionalmente solo se ha
asociado al hombre mediante la homosexualidad masculina y que no se asocia en
ningún caso al prototipo de masculinidad hegemónica deportiva.
Cuando se da por zanjada la cuestión sobre la participación
del hombre en esas disciplinas, argumentando que es absurdo por una cuestión de
estructura, de flexibilidad, de falta de coordinación, me recuerda mucho a los
debates que a lo largo de todo el s.XX se dieron sobre la imposibilidad o
inadecuación de las mujeres de practicar fútbol, atletismo, rugby,
halterofilia, boxeo y un largo etc. El discurso fisiológico/médico, el que
contaba con más pedigrí científico y que por tanto podía zanjar la cuestión
objetivamente, es el mismo que se quiere esgrimir ahora para seguir manteniendo
uno de los últimos bastiones atacados del machismo deportivo.
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